Sobre la fealdad

Eduardo Hernández

Seguimos con nuestro ciclo de relatos cortos. En este caso, el mensaje es claro: quererse uno mismo. 

09/05/2014

Miguel era un hombre realmente feo. Lo miraras por donde los miraras era feo. De pequeño ninguna niña quería estar con él; le ponían mil excusas para evitar sus invitaciones de intimar un poco más allá de lo que estrictamente exigía ser compañeras de estudio. Con el paso de los años ...

Miguel era un hombre realmente feo. Lo miraras por donde los miraras era feo. De pequeño ninguna niña quería estar con él; le ponían mil excusas para evitar sus invitaciones de intimar un poco más allá de lo que estrictamente exigía ser compañeras de estudio.

Con el paso de los años Miguel se hizo a la idea de llevar una vida en soledad. En su casa, al contrario de lo que podría pensar la gente, había muchos espejos. A él le ayudaban a verse como es en realidad, feo. Miguel está tan acostumbrado que incluso le hace ilusión ver cómo va siendo, con el paso del tiempo, cada vez más feo.

Una tarde de domingo, aburrido en casa, se miró en uno de los espejos y empezó a hacer muecas. De repente, se dio cuenta de que, al contrario que los demás, él se volvía guapo con las muecas. Cuando torcía su gesto se convertía en un hombre hermoso e interesante. Dedicó toda la tarde a ensayar una mueca que le resultara fácil y así ponerla en práctica al día siguiente. Tal fue el éxito para Miguel, ahora las mujeres le correspondían, que, pese a vivir acostumbrado ya a su vida de soledad y exclusión, decidió convertir su mueca en una máscara perenne de su fealdad.

Así pasó algún año. Se casó con una mujer hermosa y parecía que su vida era ahora normal. Ya nadie se acordaba del feo Miguel. Pero una mañana, Miguel se levantó y mirándose al espejo, pensó que ya no quería seguir con esa mueca, que no quería más máscaras que ocultasen lo que realmente era. Se duchó y, entonces, se dispuso a ir a la cocina. Allí estaba su mujer. En su mente ya iba acostumbrándose a la vida que tenía antes, a su soledad, pero no importaba, no quería ocultarse más.

Entró en la cocina. El sol, a esa hora, bañaba el cabello rojizo de su mujer. Ella se dio la vuelta, mirándole directamente a los ojos. El sudor y el frío recorrían el cuerpo de Miguel. Su mujer, más guapa que nunca esa mañana, le dijo: “Cariño, ¿quieres una tostada?”.

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