Hay algo de magia cuando se entra al obrador de una pastelería, una emoción casi infantil. Acostumbrados a ver el escaparate de una panadería -mesa limpia, panes alineados, cruasanes brillantes- uno siente al acceder a la trastienda lo mismo que cuando de pequeño lo acercaban, con privilegio de niño, a ...
Hay algo de magia cuando se entra al obrador de una pastelería, una emoción casi infantil. Acostumbrados a ver el escaparate de una panadería -mesa limpia, panes alineados, cruasanes brillantes- uno siente al acceder a la trastienda lo mismo que cuando de pequeño lo acercaban, con privilegio de niño, a la cabina del piloto del avión: el placer de entrar al lugar oculto al público en el que suceden las cosas verdaderamente importantes. En la nueva Brunells, reabierta este año, lo saben y quizás por eso sus socios, con ideas de 2020 en una pastelería de 1852, reformaron el local de forma que el obrador se pudiera ver desde las sillas de la cafetería.
Los tres socios son Salvador Sans, de Cafés el Magnífico, Luis Estrada, de la pastisseria Canal i Joan Guasch, de la agencia LKC. Es este último, justamente, el que habla de ilusionismo. "Al reabrir la Brunells queríamos recuperar la magia y la potencia de las pastelerías tradicionales de Barcelona". Baldosas de color cian y naranja claro en las paredes, techos artesonados, lámparas de bronce y pasteles perfectos dispuestos como en un dibujo. Los cuentos infantiles también son magia, y por eso la nueva Brunells recuerda a los trucos de Willy Wonka.
Con su obrador pasa lo mismo. La pared acristalada que desnuda a la sala de máquinas también muestra una escena de infancia. Las mesas y palas de madera, el trajín de los panaderos, la harina -la nieve- que sobrevuela el ambiente y la intuición de que el trabajo que se está haciendo allí es tan antiguo como el principio de la historia (y de que no ha cambiado mucho desde entonces), hacen pensar en un taller de duendes que fabrican regalos para navidad. Aquí no hay tuercas ni clavos, si no masas elásticas, pasteles coloridos, panes aromáticos y cruasanes; cruasanes brillantes que salen del horno justo cuando llegamos.
El premio que ganó el cruasán de la Brunells hace un mes lo entrega la Escola de Pastisseria de Barcelona. Los criterios para puntuar el bollo son: gusto (40 puntos), alveolado (15 puntos), hojaldrado (15 puntos), color (10 puntos), formato (10 puntos) y acabado (10 puntos). Y aunque generalmente cuando comemos un cruasán no hacemos tantas matemáticas, ni tenemos 70 cruasanes a mano para comparar como tenían los jueces del certamen, al probar el cruasán de la Brunells entendemos algunos motivos.
Si uno come el cruasán de mantequilla de la Brunells pensando en estos parámetros observa que el formato (o el acabado), es más fino que el habitual, con muchos más pliegues en la superficie. Observa también un color marrón tostado claro uniforme, y al comer nota un hojaldrado crujiente que hace el ruido de una manzana verde al morderla, pero que desaparece rápido en la boca, como cuando uno intenta masticar nata montada. También descubre un interior que tiene grasa pero que no empacha, un gusto a mantequilla y dulce. En definitiva, si uno come el cruasán jugando a ser jurado de concurso coincidirá, aunque no sepa mucho de la materia, con los que dieron el premio a Brunells solo tres meses después de su reapertura.
El jefe de obrador, Andreu Sayó, habla de tiempos y no de recetas. Que el secreto no está en la mezcla de ingredientes, si no en los productos de primera y en un trabajo que viene de antes de abrir la pastelería (recordemos que en la sociedad que ha reiniciado la pastelería está Canals, que ya ganó el premio anteriormente en dos ocasiones). Que el único secreto, en definitiva, es el tiempo, como con tantas otras cosas buenas: Cada uno de los cruasanes de 50 gramos que tardamos cinco minutos en comernos requiere 48 horas de preparación.
A vueltas con los números, los cruasanes de mantequilla de Brunells son la estrella de la pastelería. Desde que se ganó el premio sus ventas se han multiplicado por diez, de unas centenas diarias a unos miles. Por otra parte, la pastelería reivindica el cruasán hecho con lardo de cerdo, que fue el bollo tradicional de Barcelona antes de la irrupción de la pastelería francesa en la ciudad y su tendencia a la mantequilla. Y aunque se agradece esta reivindicación, gracias al premio el cruasán afrancesado también ha tomado la delantera aquí.
En Brunells también reivindican la pastelería tradicional, el tocinillo de cielo, la nata montada cada día o pasteles como el de la "Princesa", una reversión del "pastel de la reina" renombrado aquí en honor a la calle donde se sitúa la pastelería. Con el pan lo mismo, pocas creaciones para permitirse fermentaciones lentas, como las de antes. Las recetas, en definitiva, de toda la vida, hechas en un horno de siempre. La remodelación de la Brunells respetó y restauró el horno del local, una habitación doble de cinco metros por tres, que concentra el calor de tal manera que tarda quince días en enfriarse una vez se apaga.
Su puerta de acero, la misma de hace siglos, ya desgastada, aún preserva el calor y demuestra que se hizo para durar. Desde la nueva cafetería se puede observar como en sus fauces siguen entrando pasteles y panes, mientras se come alguno. La escena da para pensar en qué cosas tiene la cocina, que diseña hornos centenarios y recetas eternas para bocados que duran apenas unos minutos. Aunque también da para algo más divertido: jugar a ser juez con los cruasanes que vemos salir humeantes del obrador.
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